lunes, 29 de noviembre de 2010

En defensa (dentro de un orden) de José María Sicilia


Juanpedro de Manzanares
7 de Abril de 2008


José Ramón Márquez

Lo evidente, lo que muchos aficionados esperan, o esperamos, de un cartel es el Ruano Llopis o el Roberto Domingo, pintores taurinos, de escuela, con oficio y buen gusto. Entre aquellos que rezaban ‘Ha dispuesto el Rey Nuestro Señor...” y estas propuestas, digamos, modernas se encuentra toda la historia del toreo, que si hablamos de feismo, a los que pintó Escarcena había que echarles de comer aparte.

Luego hay más cosas. Muchos dicen, Cossío entre ellos, que en la historia del cartel taurino es Sevilla donde más se rompe y donde aparecen nuevas soluciones artísticas. Yo creo que eso deberíamos preguntárselo a Begoña Torres, que es la persona que con más fundamento sabe de carteles taurinos, como demostró cuando fue la comisaria de la magnífica exposición “El cartel taurino” que se celebró en el verano de 1998 en las salas del entonces Museo de Antropología en La Moncloa. Yo me malicio que ella en esta discusión seguramente nos diría que los más rompedores en la cartelería taurina fueron los bilbainos o los catalanes.
Realmente lo que aquella seleccionadísima muestra demostraba es que el cartel de toros iba parejo a la evolución de la sociedad, de sus gustos y de las cambiantes modas, y que entre 1910 y 1950 se produjo un largo y fecundo momento por la multiplicidad de tendencias y de personas que abordaron este tema artístico. Claro que no debemos olvidar que en aquellos momentos se vivió la edad de oro de la cartelería publicitaria.

Por eso es que, aunque muchos lo consideremos, a la vista de los resultados, un intento fallido, yo creo que es estimable la idea de encargar los carteles a diversos artistas de renombre. Quizás lo suyo sería encargárselos a cartelistas, y estoy pensando en el de más talento que conozco, que es Roberto Turégano, que ha hecho algunos de los mejores carteles que se han visto en Madrid entre los 70 y los 90; y digo los noventa porque creo -y ahí es donde quería llegar- que el mundo del cartel anunciador está viviendo sus últimos momentos.

En la actualidad hay pocas compañías que hagan carteles; la moderna sensibilidad sobre limpieza de las ciudades y la existencia de canales electrónicos más que suficientes han ido haciendo desaparecer el cartel de nuestras vidas. Hace veinte años no había actividad que no tuviese su cartel, desde las fiestas del distrito de Ciudad Lineal hasta el día de las Fuerzas Armadas o el Festival de Otoño. Hoy ya no. Salvo en los toros, que parece que siempre llegamos tarde a todo.

La cuestión es que una vez que se toma la decisión de encargar el cartel a un artista, hay que tragarse lo que te eche, que por algo el arte del siglo XX es sacrosanto. Vamos, que a Miguel Ángel se le podía enmendar la plana lo que quisiera el que pagaba la obra, pero que a estos de ahora no. Aquí lo único que queda es que, si se monta un pequeño jaleo porque el cartel de marras no gusta, salga el Maestrante de turno, me parece que el Teniente de Hermano Mayor, con la blazier azul de botones dorados, diciendo que a ellos el que les recomendó a Sicilia fue “el Rey Nuestro Señor”, con lo que se establece una hermosa simetría entre los carteles más antiguos y los más contemporáneos.

¿Y Sicilia, qué? Pues yo creo que Sicilia molaba cuando se vino arriba en los años en que parecía que todo sería posible, cuando entre Ullán y Vijande le hicieron un nombre de sopetón, sin comerlo ni beberlo. En aquellos tiempos, a él y a otros cuantos de aquel momento, algunos ya totalmente desaparecidos, les llamaban ‘los niños de oro’. Bueno, pues desde aquel juvenil expresionismo y el deslumbramiento del propio e inesperado éxito de los años ochenta, hasta estas cosas de ahora de Eros y Tánatos, del misticismo, de la visión interior, del color blanco en el que se contienen todos los colores, se nos ha ido pasando la vida artística.
Declaraba el artista hace unos años que “es inútil creer que mi trabajo influye en la sociedad. Tampoco la sociedad se asoma a contemplar mi obra, que no tiene nada que ver con su marcha”. Ahora, como si fuese un hecho artístico perfectamente diseñado, gracias a la mediación de los Maestrantes, se ha escenificado perfectamente aquel abismo, que indiscutiblemente le pertenece como creador. Sin embargo, inevitablemente, surge la pregunta ¿No había otro toro?


Victorino del Cid