lunes, 3 de octubre de 2022

Líderes en familia


 

Sarah Bernhardt

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc


    Lo mejor del parón de selecciones es el tiempo libre para cambiar el césped del Bernabéu, único lugar donde vamos a ver jugar al fútbol este año: se retira el césped extremeño, propio para los caballos de los conquistadores, y se coloca un césped abulense, más adecuado para la mística castellana que ganó la Champions.


    La jardinería, decía Gecé, es un arte humanista de orden escultórico, y el Madrid tenía al mejor, Paul Burgess, un inglés al que imaginábamos con tijerones recortando bojes, guadañando céspedes y modelando esas cascadas en que la nueva ingeniería (del escultor mezclado con el brujo sale el ingeniero) ha transformado la pradera del estadio, pero que ya no está, dejándonos a merced del Cambio Climático y sus milenaristas, que comen como sabañones.
    

Se cambia de césped como se cambia de mantel. “Y en su casa los manteles eran siempre limpios”, decía Pemán del viejo labrador andaluz, que hacía de estas blancuras símbolos de otras blancuras espirituales, las que tienen cautivado a Rüdiger desde que llegó, ejemplarizado en la visita por sorpresa de Ancelotti a su casa, donde hacía una barbacoa:
    

Abro y es Ancelotti. Guau, se sienta a nuestra mesa, y conoció a mi familia. Nunca experimenté algo así, ningún entrenador había hecho eso por mí.
    

Ancelotti no es Naya, un gallego con modales militronchos que entrenó al Burgos de Juan Gómez Juanito y que a las diez de la noche esperaba a los futbolistas en los portales de sus casas para cerciorarse de que no trasnochaban (¡en Burgos!).
    

Ancelotti tampoco es Lopera, que se presentaba a las cuatro de la madrugada en casa de Benjamín para aguarle la fiesta de cumpleaños (“¡Parecía Jesucristo!”, contaría Joaquín, uno de los invitados) a sus empleados, los futbolistas.
    

Ancelotti es… Ancelotti, un italiano convencido de que el éxito de una organización es alinear a toda la familia en la misma dirección, haciendo del equipo de fútbol una familia. John Terry, que lo tuvo en el Chelsea, daba suma importancia a los detalles de Ancelotti: “Cuando te hace preguntas como ‘¿Qué tal está tu padre?, me han dicho que no se encuentra bien’, significan mucho. Piensas: ‘¿Cómo se habrá enterado?’ Se ha enterado porque dedica tiempo a preocuparse. Eso es lo que lo convierte en el mejor.”
    

Terry era un líder de vestuario, figura clave en el imaginario de organización de Ancelotti. Líder, según él, se es por personalidad, como Terry, o por ejemplo, como Baresi.
    

Un líder de personalidad –explica en sus memorias– suele ser un parlanchín, habla mucho con sus compañeros, grita en el terreno de juego y echa una mano a todos. Suele ser optimista y temerario, y dará un paso al frente llegada la ocasión.
    

Rüdiger, que nunca ha estado en Disneylandia y que ha dejado una definición del Real Madrid digna de Samuel Johnson (“mi sueño era jugar en la Premier; jugar en el Real es mi fantasía”), es un caso claro de líder de personalidad, y hace bien Ancelotti en colarse a sus barbacoas. El otro, aún muy joven, es Camavinga, amante de la moda, que ha declarado en GQ: “Soy un sol, y sólo cambiaría de mí mi pierna derecha: es muy mala”.
    

Yo, que en París fui el rey de la moda, he de resignarme a llevar este pardesú miserable –suspiraba, ya viejo, Pompeyo Gener, que se empiernó con Sarah Bernhardt porque una noche la visitó en su camerino y puso en su descote la camelia blanca que llevaba en el ojal del frac; un “bernhardista” se burló, y Pompeius lo desafió. Se batieron, y la Bernhardt confesaría que la pasión extrema de su vida fue ver batirse y caer herido a aquel hombre.
    

Cuál había sido la noche más amarga de su vida, le preguntó el Caballero Audaz: “El día en que le cortaron la pierna a Sarah Bernhardt”, respondió el catalán, que a esto se le llama entrar por piernas en la leyenda.
    

El fútbol es leyenda y dinero, pero Zelenski cree que es “resiliencia y democracia”, y le ha pedido por carta al uefo Ceferino (cómo se ve la mano de Boris, el despedido de primer ministro por mentiroso) que acabe... ¡con la Superliga!, lo que a ojos de la propaganda podría convertir a Florentino y a Laporta, sus patrocinadores, en agentes del Kremlin, como cuando Juan Tomás de Salas lanzó la campaña en Cambio-16 de “Mendoza, el hombre de Moscú” (¡un Armand Hammer español!), de lo que Mendoza (brillantísimo emprendedor, al fin y al cabo, que empezó de niño repartiendo marisco en bicicleta) sólo se libró porque una noche amistó en Vanity con un personaje con acceso a los lanzadores de pelotas chinas desde las covachuelas del Estado.
    

Pero yo he vuelto al estadio nada más que por ver a Vinicius.

 


 

¡SEGUNDOS DENTRO!


    De Hazard, suplente en Madrid, a Casemiro, suplente en Manchester. Ambos costaron un Perú, aunque son casos diferentes. Hazard parece caso perdido: “Quiero jugar y no juego, y cuando juego, juego bien”, dice él, que es como la juventud de Rubén Darío (“cuando quiero llorar, no lloro /y a veces lloro sin querer”). Pero Ancelotti no compró ese jarrón: se lo encontró. A Casemiro, en cambio, sí lo compró Ten Hag, taciturno como un Orange, que pagó por él lo que el Madrid por Aureliano (Tchouaméni). Y luego está Asensio. Tres segundos titulares (¡segundos dentro!) con sus países: Bélgica, Brasil y España.
  

[Lunes, 26 de Septiembre]