París, 29 de Diciembre de 2018: sans-culotte tardío
Jean Juan Palette-Cazajus
Creo que mi último trabajo sobre el fenómeno de los chalecos amarillos tenía cierta coherencia. Era lo peor que le podía pasar. Porque hace ya bastantes años que hemos dejado de vivir en el mundo de las antiguas coherencias. En el nuevo entorno “globalizado”, como se dice, ya no existen coherencias. Y si existen, todavía tardaremos mucho en aprender a establecerlas. El mapa del futuro globalizado sólo está empezando a dibujarse y siguen sin descubrirse las fuentes del nuevo Nilo. El mapa por estrenar está lleno de manchones blancos. Quien crea, en estos lares, que puede seguir paseando, guía Michelín en mano, como un turista de la propia historia, se va a enfrentar con un terrible dilema: o se quedará de convidado de piedra de la inminente globalidad o tendrá que ponerse el casco de corcho de Lord Livingstone, aventurarse en las nuevas selvas ignotas y tratar de ir dibujando el mapa virgen del futuro de acuerdo con sus propios valores. A sabiendas de que lo más probable es que se lo coman los leones o las tribus indómitas antes de conseguirlo. Otros serán a la postre los cartógrafos del porvenir.
Los “chalecos amarillos “ y yo hemos cometido los mismos errores: ellos en el campo de la acción, yo en el de la reflexión y del comentario. El error que compartimos fue el de pensar que la revuelta constituía, hablando en lengua galdosiana, un “episodio nacional”. Lo he apuntado, pero no he insistido lo suficiente en la obsesión de los “chalecos amarillos” por los eslóganes, las citas, los cánticos y las referencias estéticas de la Revolución de 1789. Por mi parte me he pasado el tiempo intentando comprender por qué esta inesperada revuelta parecía tan empeñada en inscribirse en la continuidad de una historia nacional. “Los hombres hacen la historia pero no saben la historia que hacen” decía la conocida fórmula esbozada por Marx y pulida por Raymond Aron. Tradicionalmente, quienes conocían su destino, o estaban a punto de suicidarse o actuaban en un escenario. Notemos que hoy nuestra historia puede anticiparse con un máximo de probabilidades. Y es que, efectivamente, más que historia se ha quedado en farándula. Los “chalecos amarillos” alardearon de añadirle un apéndice nuevo al libreto clásico de la historia nacional. Y se vieron, en esta ocasión, no solamente como los hacedores, sino también como los sabedores de un pedacito del Gran Relato. De modo que cabía dividirlos entre los ingenuos, que permanecieron rehenes de esta creencia virtual, y los listos que actuaron conscientes de que la historia, en Occidente, sólo puede estar presente en la medida en que se represente.
Burdeos, plaza de la Victoria
Cuanto más intenso es el zumbido de los reactores, mejor se sostiene el jet en el aire. Es el principio de funcionamiento del capitalismo moderno: sólo puede hacerlo con los motores a pleno régimen. Hoy las producciones que garantizan su continuidad ya no se dedican a satisfacer necesidades elementales. Para sobrevivir, el capitalismo tuvo que suscitar nuevas necesidades humanas contabilizables en términos de producción de artefactos. ¿Hay mejor expresión de una sociedad infantilizada que los nuevos e inefables patinetes? Las revoluciones eran posibles cuando quienes las interpretaban nada tenían. Luego, nada podían perder. La mayoría de los “chalecos amarillos” tenía satisfechas las necesidades elementales y su revuelta fue suscitada por las dificultades en satisfacer las nuevas, las inculcadas diariamente en sus cabezas y en las nuestras. Lo decía uno de los cabecillas iniciales: “Nuestra lucha es la del poder adquisitivo”. Cuando el Leviatán productivo ruge en modo intensivo, produce bienestar relativo y desigualdad. Pero en cuanto baja de intensidad, produce miseria. El capitalismo es invulnerable porque, como lo había entendido Adam Smith, no ha creído nunca en la bondad del ser humano y vive del óptimo aprovechamiento de sus flaquezas. La revolución en la calle es incompatible con el óptimo régimen de revoluciones del motor productivo. Tras más de mes y medio de vacaciones en las rotondas y de happenings jacobinos en los escenarios urbanos, las empresas de transporte por carretera dicen que han perdido del orden de 2000 millones de euros por culpa de los innumerables bloqueos. En una suma equivalente estiman las asociaciones de comerciantes los perjuicios resultantes de los seis sábados de sesión insurreccional en función vermú. Se habla de unos 43 000 empleos a tiempo parcial amenazados por esta mismas razones.
A lo largo del episodio no se vio bandera roja alguna, ni en las rotondas ni en las calles. ¡Ni rastro tampoco de camisetas del Che! Alguna que otra “gwenn ha du”, la bandera bretona, más por referencia simbólica a las tópicos de la cabezonería y rebeldía bretonas que por otra cosa. Y sobre todo, abundante tremolar de banderas tricolores, frecuentes entonamientos de la Marsellesa y otros cánticos derivados. El movimiento de los “chalecos amarillos” apareció como una nostálgica exaltación de las producciones revolucionarias del terruño. Al principio de la revuelta, pensó recuperar el movimiento la llamada “Francia insumisa”, el equivalente galo de “Podemos”, yendo un poco de prisa. Todavía no se han repuesto de los “zascas” que cosecharon. Se dijo entonces que el movimiento era manipulado por el partido populista de Marine Le Pen. En realidad, no hubo nunca la menor posibilidad de establecer una significación consciente y consensuada de sus objetivos y valores. Desde un principio su expresión apareció interferida por una multitud de voceros autoproclamados y contradictorios. Incluso las reivindicaciones socioeconómicas inmediatas permanecieron en la indefinición. Pero la naturaleza del movimiento era sin duda mucho más “polisémica”, como dicen los pedantes, y detrás de lo pregonado se intuía lo silenciado. Como detrás de lo melodramático había que aprender a leer lo sintomático.
Galo cabreado
Lo que, desde luego, saltó a los ojos de cualquier observador, fue que la Francia que se manifestó, a lo largo de mes y medio, era casi exclusivamente blanca. El peso demográfico de la Francia inmigrada y multirracial es considerable. Su presencia es mayoritaria en la periferia de todas las ciudades importantes. Su casi total ausencia entre los “chalecos amarillos” sólo puede plantear interrogaciones. Máxime cuando no cabe negar que aquellas poblaciones constituyen en su mayoría los batallones económicamente desfavorecidos. Tan ostensible ausencia aparecía pues como un silencio clamorosamente significativo y era una prueba más de la profunda fractura étnica y cultural. Sin duda se trató de la última ilustración del proceso inexorable de comunitarización del cuerpo de la nación. Los “chalecos” trataron de interpretar unos papeles históricos inspirados en las estampas de sus libros de colegio. La Francia inmigrada desconoce mayoritariamente lo más elemental de esta historia que le es además indiferente, cuando no aborrecible, ella y los valores que la acompañan. En las “banlieues”, en los barrios periféricos, se conoce a los franceses “de siempre” como los “gaulois”, los galos. Huelga añadir que la expresión es altamente peyorativa. En cambio muchos campamentos de los “chalecos amarillos” se erigieron bajo la advocación de Asterix y Obelix y cantidad de clanes de las rotondas gustaban de autorreferirse con el común denominador de “galo”, variadamente adjetivado. Para la Francia “multicultural”, en cambio, lo sucedido parece haberse interpretado como las expresiones de una tribu ajena, provisionalmente mayoritaria y dominante. La lógica del repliegue tribalista fue más poderosa que la coincidencia, incluso agravada, en el padecimiento de concretos problemas socioeconómicos. Cabe augurar que el serial de los “chalecos amarillos” aparecerá algún día como el inocente aguacero aperitivo que preludiaba el desencadenamiento de una tormenta mucho más devastadora.
Pierre Bourdieu (1930-2002)
¿Populistas de izquierda, los “chalecos amarillos”, o populistas de derechas? La aberrante espacialización de las categorizaciones ideológicas es un sesgo cognitivo que tiene condicionadas nuestras cabezas. Y así antes de oponer los extremos convendría hablar de su extrema coincidencia previa en una invariancia nuclear: común incapacidad de acceder a la complejidad de las cosas, aversión por el disenso y consiguiente creencia en la existencia de soluciones sencillas y definitivas. Luego, en sus versiones químicamente puras, unos divergen hacia una absoluta biologización de los comportamientos sociales mientras los otros los someten a un férreo determinismo ideológico. Las rutinarias preguntas alrededor de los chalecos amarillos han vuelto a mostrar que la polaridad espacial de la política secuestra toda posibilidad de un pensamiento autónomo. Hay quienes necesitan esta falsilla y se acomodan encantados en la caseta que les corresponde, o así lo creen. Pero son cada vez más numerosos los reacios a tumbarse en esa cama de Procusto. Liberada de la determinación espacial, de las capellanías ideológicas, del miedo a la excomunión, la razón se despereza y ronronea a gusto como un preso clorótico que descubre el aire de las cumbres tras años de calabozo. El individuo descubre la libre elaboración de su propia coherencia. El nuevo caminante sabe que no hay final del camino, por la simple razón –como decía el poeta– de que no hay más camino que el que se traza al andar y todo lo que se puede esperar es mejorar algo el empedrado.
Pero la democracia, lo recordábamos hace unos días, no es un régimen político real sino siempre potencial. Porque es el régimen de la sociedad potencialmente educada, en todas las acepciones de la palabra. Repito que los “chalecos amarillos” mostraron mayoritariamente, y siguen mostrando día a día, su déficit de “capital cultural”, hablando como Bourdieu. Es decir que no cabe encontrarlos en los nuevos territorios de la reflexión política melindrosamente esbozados hace un instante. ¿De izquierda o de derecha, los “chalecos amarillos”? Como era de esperar, tendieron a sumar los peores tópicos de ambos extremos. El movimiento estalló como protesta contra una subida de las tasas sobre carburantes, que se presentaba con vocación pedagógica frente a los retos climáticos y ecológicos. Se penalizó el gasóleo cotidiano de quien sale cada mañana a buscarse la vida, mientras sigue resultando casi más barato ir desde Madrid a Sevilla que a Nueva York. La injusticia fue casi feudal. Las aristocracias del saber y de la competencia tienen legitimidad. Pero en este caso se comportaron y fueron percibidas como el resurgimiento de la vieja arbitrariedad de casta. De ahí la recaída en el síndrome de la Bastilla.
Benidorm-Guernica
Mientras tanto, hace solo unos días, una petición titulada “l’affaire du siècle” o sea “el asunto del siglo”, demandando el Estado ante los tribunales “por inacción frente al cambio climático”, recogía en menos de una semana casi dos millones de firmas. La Francia de los “bobós” contra la Francia de los bobos, dirá algún clasista impenitente. Algo de esto hay porque estamos en la era de las “unanimidades parciales”: vengan iniciativas valientes si no me afectan a mí. Los anglosajones dicen más prosaicamente “not in my back yard”. Obligado a definirme escueta y fundamentalmente, no me importaría hacerlo como un ecologista radical: ni el individuo ni el ciudadano pueden realizarse en un entorno natural degradado por dos formas de irresponsabilidad humana: la codicia económica y la proliferación demográfica. Nunca perdonaré al franquismo el Guernica del litoral mediterráneo, su total devastación minuciosamente planificada. No perdono a la España democrática la persistencia invasiva de su amor al cemento como símbolo de paz y prosperidad.
No sé si esta salida del armario ambientalista puede resultar sorprendente. Mi ecologismo “radical” (no me molesta el adjetivo) me ha acompañado siempre como el forro inseparable de toda vestidura reflexiva. Lo puedo olvidar en momentos concretos como uno olvida su propia sombra: no dejará por ello de acompañarnos. Es posible que mi poca insistencia en el tema tenga que ver con el sentimiento de dirigirme a personas indiferentes, o incluso hostiles, a esta dimensión del pensamiento. Mi actitud tiene que ver con el tacto compasivo de quien sabe que su interlocutor padece una grave dolencia y evita evocarla en su presencia. La realidad de la democracia ateniense era menos brillante de lo que fabricó nuestro recuerdo mítico. Pero, irresistiblemente, la asociamos con Fidias y con la belleza ática. Personalmente, tampoco puedo separar la calidad de una nación de la percepción inmediata –forzosamente arbitraria, forzosamente relativa– de su grado de relación con la belleza. Las actitudes de quienes proclaman un celoso amor a su país pero se muestran indiferentes a su degradación, ambiental, urbana y estética, me parecen una forma de patología autista.
Belleza ática
La mayoría de los “chalecos amarillos”, egresados de lo que llamábamos hace unas semanas la Francia “moche”, la Francia fea y periurbana, ya han regresado a sus domicilios. Parte de culpa les toca en aquella fealdad. No toda. Y en el fondo han tratado de humanizarla. Son incontables las horas de jubilación hacendosa dedicadas a intentar tapar los desastres de los urbanistas bajo los macizos de tulipanes y el impresionante repertorio de mercaderías kitsch, disponibles en Casa y Jardín. En las calles sigue manteniendo encendida la llama (demasiado literalmente) un surtido de algunos centenares de aprendices de nihilistas, de buscalíos profesionales, de tardías vocaciones de “sans culotte” y de aquellos que esperan salir en los canales 24 horas y que los vea su cuñado. Lo ideal sería pillados en postura de heroico forcejeo con un antidisturbios. “Actuar localmente; pensar globalmente”, les recomiendan los gurús ideológicos. Quemar mobiliario urbano puede adscribirse a lo primero. Son víctimas de lo segundo pero siguen creyendo que la globalidad les pilla muy lejos.
Pd: Hay fundados motivos para temer episodios calientes esta próxima Nochevieja, en los Campos Elíseos. Aquellos que padezcan soledad o aburrimiento podrán conectar con cualquier canal galo de información continua para disfrutar de la peli de acción en directo.
Rotonda de la estatua de la Libertad. Colmar (Alsacia)