domingo, 6 de abril de 2014

En la muerte de Carlos Gómez Izquierdo



DEL LIVERPOOL AL CIELO

(A Carlos Gómez Izquierdo)


Martín Serrano
Diario de Burgos
 
Se han puesto de luto todas las cosas qu merecen la pena de la vida porque se ha muerto Carlos Gómez. Y eso es decir mucho. Se ha muerto un amigo, un escritorazo, un dibujante y un tipo especial y cojonudo al que gustaba disfrutar de las pequeñas grandes cosas, ésas que lo llenan todo y no te hacen añorar nada, y por eso dan ganas de maldecir de todo, de la enfermedad y de la muerte, de la madre que parió al destino, perro aullador de la luna. En el Liverpool, su bar de siempre, ya siempre caminarán solos, porque él er insustituible y en las partidas de mus y en los partidos de su Barça no serán suficientes los brazaletes negros y los minutos de silencio par honrar su memoria.

    Del Liverpool al cielo, donde le esperan Paco de Lucía y el Camarón, con quienes tanto quería, se ha ido Carlos a la chita callando, sin decir esta boca es mía, haciendo mutis con una discreción que era casi timidez, no fuera a ser que molstara a alguien el runrún de su agonía. Aunque como dibujante era sensacional, y de ello pueden dar fe lo lectores de este periódico, que han podido ver el alma de cientos de personajes por él caricaturizados, como escritor era una cumbre, así que se han quedado mudas y bien jodidas las palabras, con las que él mantenía un idilio envidiable, una relación tan estrecha que a veces, cuando leías sus textos, no sabías bien si no sería él también pura ficción, purita literaura, purita vida, tanto talento tenía Carlos.

    Tanto y más. Pero nunca tuvo más ambiciones que estar con los amigos, descojonarse de risa, gozar con los goles de Messi y de su Burgati del alma desde los bancos apolillados de Lateral, escuchar música de raza y leer cuantos libros contuvieran lo que él buscaba, esos que le ofrecían el mundo y su espejo, porque a Carlos le gustaba leer a autores que hacían lo que él: escribir de oído, la única manera de reflejar con toda su verdad la vida. Así que se entusiasmaba con los hechiceros del lenguaje, con escritores tan malditos u ocultos como Montero González o el salvadoreño Salarrué, cuyo descubrimiento fue uno de sus últimos y más íntimos placeres.
    
Carlos regaló su talento a cuentagotas, en periódicos y publicaciones de lo más variopinto, pero la vanidad le decía tan poco que no solía firmar ni con su nombre y siempre gambeteó a la fama como viera tantas veces hacer a aqul diablo de 7 llamado Juan Gómez Juanito, que aunque compartiera con él apellido no era familia, o sí, qué coño, eran hermanos en el genio. Prefería Carlos sacarle la lengua a cualquir reconocimiento y hacerse el sordo ante los aplausos de su entregada grey, de quienes tuvimos la inmensa fortuna de leerle (cada párrafo era un hallaazgo, un relámpago deslumbrante), de gozar de su popia escritura como vacas rumiantes en el pasto más ubérrimo. Era tan grande que una vez se inventó un bar, el Novedades, que regentaba el simpr Juanito Alimaña, y tenía una parroquia de aquí te espero. Po allí pasaba de todo. Pasaba la vida y era un placer tomarse allí la espuela en compañía de Lorenzo Aitken, la China Malinali, el Tío Calambres, Manolito Simonet, el Distinguido Lugumba, Pachito Eché o el Valiente Pesudo. Créanlo. Aquello era la hostia.
    Carlos merecería la rcopilación dispersa de su genio. Y ya no diremos más. De su manera de estar en l mundo, que tenía la pureza de lo auténtico, disfrutaron los suyos de lo lindo. Para ellos ese privilegio y este abrazo. Sus amigos, perdidos en esta hora de mierda, nos vamos ahora a vivir un rato al remate de aquel cuento de Salaurré que tanto celebró Carlos. Ese final que dice que lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.