Cuando no hay más que amor
Jorge Bustos
Tras la resaca del clásico –que en mi caso fue literal, bien poblada de
esos duendes estoicos que nos practican la acupuntura craneana del
arrepentimiento– consensuó en seguida un titular voluntarista en la
mayoría de las redacciones situadas fuera de Cataluña: “El fútbol ganó a
la política”. Las más entusiastas se atrevían incluso a medir
adverbialmente la magnitud con un símil temático y añadían: “Por
goleada”. Pero como es natural, las redacciones catalanas no coincidían
en el resultado del partido entre fútbol y política, sencillamente
porque para ellas nunca ambos fenómenos fueron contendientes. Y yo,
señores, no puedo estar más de acuerdo con las redacciones catalanas.
Yo no creo que haya que afanarse tanto en separar el fútbol de la
política cuando precisamente todo invita a lo contrario. En realidad
deporte y política han maridado excelentemente de toda la vida de Dios,
desde las odas pindáricas a los docudramas de la Riefenstahl, así que Sandro Rosell no
hace ahora otra cosa que prolongar una longeva tradición
propagandística. Google, por cierto, coloca a Sandro Rosell por detrás
de Sandro Rey, y Google no lo manipula Mourinho todavía, aunque todo se andará en la prensa pipera.
Uno puede ponerse en mitad del Ebro y decir que está haciendo tope,
pero lo sensato es resignarse a que la corriente corra imparable por
nuestros costados. Baja una crecida independentista que revuelve las
liebres y las sardinas de la historiografía cuatribarrada tan
indiscriminadamente como aquella riada en prosa de Las palmeras salvajes de Faulkner, que debería haber vivido para escribir un novelón sobre la resistencias atávicas de Alex Song al aculturamiento culé. En ese río revuelto pescan los pícaros ibéricos de siempre, con Artur Mas a la cabeza, seguido de sus articulistas orgánicos, seguidos a su vez de los cocineros, poetas, empresarios, coreógrafas y gens en general cuyo peculiar concepto de la valentía viene desnudando en su blog Arcadi Espada.
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